El liberalismo se basa en la separación de la Iglesia y el Estado. Esto parece implicar que los dos estuvieron unidos una vez, ya que un divorcio actual implica un matrimonio pasado. Pero sería tonto imaginar un matrimonio anterior como la unión de dos divorciados; ver la separación de Jack y Jill e imaginar que sus nupcias consistían en ellos, en su estado divorciado, pero llevando anillos y viviendo bajo el mismo techo. Más bien, el divorcio cambió a Jack (el volvió a la madurez preadolescente y empezó a jugar mucho a Call of Duty) como cambió a Jill (quien se unió a tres esquemas de pirámide cosmética y cree que puede lograr cualquier cosa manifestándoselo al universo). Su separación en dos, como individuos distintos, no es simplemente la pérdida de una relación (una tercera cosa extrínseca que disfrutaron entre ellos) sino también la pérdida de quienes ellos fueron en la relación.
La Iglesia y el Estado no eran dos entidades distintas en la unión conyugal, que permanecieron siendo lo que eran anteriormente cuando se fundo nuestra nación liberal–en otras palabras, los mismos, pero ahora separados. El divorcio los cambió a ambos. Lo que vino antes no puede ser deducido de lo que existe ahora. Así que no es sorprendente que los americanos de todas las tendencias políticas se estremezcan ante la idea de mezclar a estos dos divorciados en una nueva unidad. “Iglesia" ya no significa la novia de Cristo; la verdadera unidad de todos los hijos adoptivos de Dios, difundiendo la buena noticia para que todo el mundo se salve; la humanidad que ya está en marcha y avanzando hacia la unión con Dios. No, ahora “Iglesia" significa un grupo unido por sus creencias cristianas mutuas; su provincia es la vida privada, interior.
El Estado, igualmente. Esta nueva palabra, que ha sido recogida por Maquiavelo, no se refiere a la autoridad política que tiene como principal amor y vocación el bien común de una comunidad real. La palabra significa el poder que tienen algunos sobre muchos, dentro de una determinada zona geográfica disputada, sin ningún vínculo intrínseco con el bien, expresado en la ley y la aplicación de.
Cambiado así, ¿quién desearía otra cosa que no fuera la separación? La unidad de la Iglesia y el Estado sólo podía significar conceder a una convicción esencialmente privada el uso de la ley y su aplicación para difundir esa convicción; dando el ejército y la fuerza policial a la discreción de la iglesia mormona, por decir. Asimismo, la unidad del Estado con la Iglesia sólo puede significar que los que tienen el monopolio de la violencia legítima dictan a los que tienen convicciones privadas lo que, precisamente, deben ser esas convicciones privadas. Gracias a Dios, pues, que los cónyuges cambian en la separación; que un padre y un hijo totalmente separados por testamento se convierten en un vago y un huérfano, y que sólo el denso pudiera imaginar la relación precedente como un huérfano obligado a respetar y obedecer a un padre vago.
¿Qué precedió al divorcio? Este es el gran misterio que se presenta a nuestra época; el rompecabezas a considerar; la pregunta que, si se responde cuidadosamente, tiene el poder de salvar. Básicamente, debemos argumentar que lo que precedió a la separación de la Iglesia y el Estado fue una unidad común, una unión familiar, y no una unidad meramente espacial o útil, como el de las bolsas de papas fritas que están unificadas en la misma máquina vendedora. Como dice la analogía nupcial, la Iglesia y el Estado eran realmente una sola carne. Esto significa que deben estar unidos con un propósito o fin común; como los pies y las manos y la lengua, a pesar de su diversidad, se sabe que pertenecen a un cuerpo por su mutuo servicio del uno al otro, y con el resto del cuerpo; como un marido y una mujer pertenecen el uno al otro de una manera única porque, con un voto, se sirven el uno al otro y toman su vida en común como su bien común, mereciendo un apellido común.
Basándome en el libro de Andrew Willard Jones, Before Church and State, he llegado a creer que la Iglesia y el Estado estaban unidos en el fin común del negocio de la paz y la fe; en su transporte de la humanidad del pecado a la virtud; en la construcción del Reino de los Cielos; en, por decir lo mismo, convertir el mundo en la Iglesia Católica. Esta unidad de propósito, esta unión corporal y familiar, merecía un nombre diferente: los poderes espirituales y temporales de la Iglesia, respectivamente. Fuera de este trabajo común, no había nada más excepto el mundo que aún tiene que unirse a él; el pagano y el hereje. Describir esta realidad con cuidado y sensibilidad es el trabajo del teólogo católico de hoy; recordando que no ha dejado de serlo, sino que es, de hecho, la estructura misma del mundo real, la disciplina de los católicos laicos que se escaparían de las fauces de una Iglesia privada y un Estado violento, a los brazos de Cristo.